Durante esta pandemia nos hemos dado cuenta de la importancia que tienen los datos. Hemos conocido diariamente el número de contagios, el número de personas hospitalizadas en planta, el número de personas hospitalizadas en UCI, el número de personas vacunadas con la primera, segunda y tercera dosis por franja de edad, el número de fallecidos y muchos más datos, todos ellos a nivel mundial, estatal y autonómico. Nadie duda que han sido clave para construir las estrategias y dotarlas de los recursos necesarios, que nos permitirán superar la crisis sanitaria y social producida por la COVID-19. Además, la obtención de estos datos ha sido un gran ejemplo de coordinación de las distintas administraciones públicas de forma ágil y sostenida.
Esta profusión de datos contrasta con la situación de las personas con trastornos del espectro del autismo (en adelante TEA), que no cuentan con estudios poblacionales ni censos oficiales que informen sobre el número de personas con TEA que existen en España. Así es difícil, o mejor dicho imposible, construir estrategias eficaces y dotarlas de los recursos precisos para que todas las personas con TEA tengan los apoyos y oportunidades que necesitan, para desarrollar un proyecto de vida que les permita vivir con confianza, con control sobre su vida, con conexiones con otras personas y desde la contribución social.
Se dan por buenas las cifras de estudios epidemiológicos realizados en Europa, que apuntan a una prevalencia de 1 caso por cada 100 nacimientos (Autismo Europa 2015), y que nos llevan a estimar que en España hay alrededor de 480.000 personas con TEA. Pero no es lo mismo una estimación que conocer los datos concretos y las historias personales que hay detrás de cada cifra. Por otra parte, y volviendo al ejemplo del principio, no me imagino cómo se hubiera gestionado la pandemia en España con datos de Francia y Alemania. Probablemente los resultados hubieran sido mucho peores.
Pero, ¿por qué no disponemos de estos datos? Quizás las razones haya que buscarlas en la falta de coordinación entre administraciones, el coste de la obtención de los datos o en la falta de diagnósticos. Pero todas estas dificultades se han superado en la pandemia y en muchas otras ocasiones. ¿Se podrían superar en este caso? Con el interés y con los recursos necesarios, seguro que sí.
Tal y como afirma la catedrática Victoria Camps, los principios de la bioética nos permiten garantizar los derechos fundamentales de la vida (principio de beneficencia y principio de no maleficencia), de la libertad (principio de autonomía) y de la igualdad (principio de justicia). Por eso son una referencia esencial en el ámbito sanitario y social.
No descubro nada nuevo si apunto que un Estado de derecho debe procurar un sistema de protección social a sus ciudadanos y gestionar los recursos públicos con justicia. El filósofo John Rawls afirma que la justicia distributiva, en una sociedad democrática avanzada, consiste en garantizar libertad igual para todos e igualdad de oportunidades, siendo la forma de afianzar la igualdad de oportunidades “favorecer a los más desfavorecidos”.
Si pensamos en la situación de las personas con TEA podemos afirmar que, debido a la falta de datos y políticas sociales eficaces, no tienen las mismas oportunidades que el resto de la población para acceder a una educación inclusiva, a un trabajo, a una vivienda, al ocio. Y si esto es así, la gestión de los recursos no es justa ya que no compensa la desigualdad de partida. Esto no quiere decir que no se haya hecho nada. Si nos atenemos a los hechos, en las últimas décadas se ha producido un avance significativo, pero insuficiente si lo comparamos con otras realidades.
En relación al número de personas con TEA se ha constatado un aumento considerable de los casos detectados y diagnosticados que puede atribuirse a una mayor precisión de los procedimientos e instrumentos de diagnóstico, a la mejora en el conocimiento y la formación de los profesionales, o tal vez, a un aumento real de la incidencia de este tipo de trastornos. Las entidades miembro de Plena inclusión no han sido ajenas a esta situación. En estos años han registrado un incremento notable en la demanda de servicios por parte de personas con TEA y sus familias.
Esta realidad ha supuesto un dilema para las entidades de Plena inclusión ya que no solo pretenden prestar un servicio a las personas con discapacidades intelectuales y del desarrollo, sino hacerlo de forma óptima. Dicho de otra forma: el principio de beneficencia exige a cada profesional hacer el bien de la mejor forma posible, es decir, nos impulsa a utilizar todos los recursos que están a nuestro alcance (conocimiento científico, buenas prácticas, actitudes adecuadas, etc.) para ofrecer el mejor servicio. Garantizar buenas vidas en buenas comunidades es un imperativo ético.
Por ello surgió hace 4 años PlanTEA con el objetivo de facilitar un cambio cultural en las entidades que no atienden principalmente a personas con TEA, que posibilite que todas las personas y sus familias reciban un apoyo adaptado a sus necesidades y puedan desarrollar su proyecto de calidad de vida.