Conversamos con Xabier Etxeberria sobre la vacunación y sus implicaciones éticas

Xabier Extxeberria es un catedrático
de ética de la Universidad de Deusto
de Bilbao.

En una entrevista realizada
por Berta González responsable
de proyectos de Plena inclusión
Xabier nos comenta

– Que la ética es la felicidad y la justicia
sobre la vacuna del coronavirus.

– También habla sobre la vacuna
si es obligatoria ponérsela y Xabier
se la pondría para evitar el contagio
a los demás.

– Sobre los profesionales si deberían
ponerse la vacuna para proteger
a la gente del centro.

– Sobre el mutacionismo y las consecuencias
de esto.

– Sobre las decisiones de las personas
con discapacidad a la hora
de ponerse la vacuna..

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Xabier Etxeberria es catedrático emérito de ética de la Universidad de Deusto en Bilbao (España), especializado en la población más vulnerable y buen amigo de Plena inclusión, de cuyo Comité de Ética forma parte. En esta conversación con la responsable de Proyectos de Plena inclusión Berta González -que tuvo lugar el pasado viernes 29 de enero dentro del primer seminario del Ciclo Formativo "Respuestas frente a la COVID-19"-, Xabier nos desvela algunas implicaciones éticas de la vacunación en la pandemia que nos ha tocado vivir.

Xabier, aunque vacunarse es voluntario, ¿también podríamos decir que es voluntario desde un punto de vista ético? 

En la ética hay dos vertientes: la de la felicidad-vida buena y la del deber-justicia. Con el tema de la obligatoriedad o no de la vacuna, no nos situamos meramente en la vertiente felicitante de la ética, la que responde a: ¿qué me conviene hacer para mi felicidad, para mi vida lograda? Esta sería la pregunta si vacunarme o no, solo me afectara a mí, a mi salud; me tocaría entonces a mí decidir lo que considero mejor, y los demás deberían respetarme. Pero, dado que la covid es una enfermedad contagiosa, afecta también al conjunto de la sociedad, a lo que nos debemos unos a otros, y eso hace que nos situemos en la vertiente normativa de la ética: ¿qué debo hacer, pensando no solo en mí sino en el bien de los demás? Vacunarnos o no, no es solo algo personal, tiene que ver con el deber cívico. Por tanto, éticamente, no es una cuestión de pura voluntariedad, ante la que puedo hacer “lo que quiera”.

La respuesta nos la tenemos que dar en conciencia. Nos obliga más allá de la ley, es más exigente que esta. Le toca a cada uno dársela. Aunque hay pautas normativas generales para orientarla, como esta: “no debo hacer daño a los demás”, ese que hiere su dignidad. Dado que contagiar es un daño, la respuesta que me dé a mí mismo –vacunarme o no- debe implicar que no hago daño a otros en lo que de mí depende.

Aunque cada uno tiene que responderse ante su conciencia, al afectar fuertemente a los demás, tengo que estar en disposición de “dar razones de mi conducta” ante ellos, y escuchar lo que me digan. Pues bien, situados en la cara del deber es muy problemático dar buenas razones a favor de no vacunarse y, en cualquier caso, la decisión debería ir acompañada de conductas que evitan todo lo posible ser contagiador.

Desde una perspectiva ética, ¿qué se le podría decir a una persona que vive o trabaja en un entorno residencial si está dudando con respecto a la vacunación?  

Que la exigencia ética de no dañar, de no contagiar, se intensifica. Primero, porque el riesgo de contagiar se acrecienta con la convivencia y cercanía. Segundo, si se trata de un profesional, porque al deber de no hacer daño se le añade el deber de hacer bien, de apoyar, acompañar, cuidar, que pide relaciones que también acrecientan el riesgo. Al deber de ciudadano se le añade el deber de profesional. El usuario tiene todo el derecho a reclamarle que le ofrezca las máximas garantías posibles de que no le hará daño.

En las actuales circunstancias ante la pandemia, esto le pide al profesional que se vacune. El profesional remiso a ello puede aducir tres razones. Las dos primeras son: a) que no existe la “supuesta” peligrosidad del virus –negacionismo-; b) que considera que hay riesgo alto de efectos secundarios graves. Ambas razones son negadas por la ciencia y la experiencia de vacunación ya existente, y es deber del saber profesional asumir lo que estas dicen. La tercera razón es algo más compleja: puede argüir que su concepción de la vida le pide que no se vacune. Pues bien, nuestras concepciones de la vida son importantes para nuestra vida realizada, pero ninguna de ellas tiene legitimidad moral para imponerse a los deberes éticos fundamentales hacia los otros, ligados a la dignidad humana. Aquí, en concreto, a los deberes hacia las personas con las que trabaja.

Si vive con tanta fuerza esa concepción de la vida que no concibe traicionarla, por respeto a los usuarios se tiene que autoimponer apartarse de ellos, por ejemplo, pidiendo una baja laboral temporal no remunerada por motivos personales, hasta que el proceso de vacunación culmine. Si su precariedad le crea con ello un problema grave, puede solicitar a la institución un trabajo alternativo, si lo hubiera, que no conlleve la cercanía con los usuarios. En ningún caso le está permitido trasladar la carga de su decisión a los usuarios en forma de riesgo para estos; le corresponde asumirla a él.

Estos argumentos son suficientemente consistentes como para dar razones para que las autoridades públicas consideren la posibilidad de hacer legalmente obligatoria la vacuna para los profesionales de la atención.

Desde esa misma perspectiva ética, ¿podrías darnos alguna pauta para resolver conflictos en los que exista diferencia de opinión sobre la vacunación entre una persona con discapacidad intelectual o del desarrollo y su familia o representante legal? 

Primero hay que preguntarse si la persona con discapacidad tiene la capacidad suficiente, con los apoyos y acompañamientos que se precisen, para tomar su propia decisión (tras la información y la deliberación pertinentes), teniendo presente no solo la dimensión personal de la vacuna, sino su dimensión social. En el caso de que la tenga, es su decisión la que cuenta, no la de su familiar o representante legal, aunque es bueno que esté abierta a dialogar con ellos. Es deber de todos (familia, profesionales, responsables públicos) reconocérselo empáticamente, como expresión concreta de su derecho a la autonomía, algo en lo que se está fallando.

Cuando es ella la que decide, se hace responsable de las consecuencias de su decisión, responsable, por tanto, de que no implique daño, riesgo de contagio en lo que de ella dependa. Es algo que, como a todos, se le puede y debe reclamar para que tenga las conductas correspondientes, especialmente cuando decide no vacunarse.

En el caso de que ni siquiera con apoyos tenga capacidad para tomar esta decisión, toca en principio a su representante tomarla por ella. Pero esto no quiere decir que puede tomar sin más la decisión que a él le parece oportuna. Si la responsabilidad del profesional se acrecentaba en relación con la del ciudadano, la del representante se acrecienta aún más, es la más alta: decidir por otro en su lugar es algo muy delicado. Por eso moral y legalmente se imponen límites a esta competencia: no puede decidir lo que quebrante el consenso social dominante sobre lo que los derechos humanos y la dignidad reclaman como amparo de aquel por quien se decide. En este tema: si el representante, desde sus concepciones de la vida o por otras razones, pretende que no se le vacune, hay que retirarle el poder de decisión y vacunarle. Como el tema es delicado, se impone que sea un juez, desde su imparcialidad y su función de tutela de los derechos fundamentales, el que discierna la situación.

Si te perdiste nuestro primer seminario del Ciclo Formativo "Respuestas frente a la COVID-19", aquí te dejamos este fragmento de Xabier dentro del mismo.

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